De Cartago a Sagunto

Benito Pérez Galdós, vol, 45 de los Episodios Nacionales “De Cartago a Sagunto”, desde el cap. 22.


Ya era más de media noche cuando entramos en Cuenca. Nuestros pobres huesos y nuestros desmayados espíritus tuvieron descanso en la mejor fonda de la Carretería, parte llana de la ciudad.

Al siguiente día, 12 de Julio, fecha que no se me olvidará mientras viva, el molimiento   de nuestros cuerpos nos retuvo en las ociosas lanas más tiempo de lo que acostumbrábamos. Levantose Silvestra de mal talante, que manifestaba con agrias y descomedidas voces, y agarrando sus libros de rezos y su rosario requirió mi compañía para ir inmediatamente a la Catedral, pues quería prosternarse ante el sepulcro del bendito San Julián, Obispo de Cuenca.

Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta una vetusta puente sobre el río llamado Huécar, la cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida. Pasado el puente entramos en una calle que, según me dijo Ido, se nombraba de Las Cocheras. Allí nos separamos; el filósofo torció a la derecha en busca de las casas públicas y pecaminosas, donde creía encontrar a su desdichada hija. Chilivistray yo, por la empinada y tortuosa ruta que nos señaló don José, subimos hasta la Catedral.

Aquel día estaba mi basilisco en la plenitud de sus vesánicas impertinencias. Por la menor cosa reñíamos. Si tropezaba yo en un pedrusco (y hay que ver, señores, lo que eran aquellos empedrados, los partidos losetones   y los peldaños puntiagudos), se ponía furiosa y me increpaba de esta manera: «Hoy estás cargantísimo. No se puede ir contigo a ninguna parte... Claro, ¡como no te dejo ir con el bigardo del Capellán Carapucheta a jugar con las monjitas!... A mí no me toques, no me des la mano, que yo sola sé andar muy bien. No tengo las piernas de trapo como tú».

El interior de la Catedral me impresionó grandemente por la majestad y elegancia de sus líneas ojivales, diluidas en un doble misterio de silencio y obscuridad. El presbiterio y el ábside me parecieron espléndidos, las verjas magníficas. Silvestra oyó dos o tres misas en diferentes capillas, y luego estuvo arrodillada largo rato ante el altar de San Julián, un armatoste greco-romano del estilo más antipático y pedantesco. Beatas vejanconas no cesaban de llegarse a los mármoles del sepulcro para besuquearlos y llenarlos de babas. Apenas se apartó del altar mi basilisco para marcharnos, adelantose a darle agua bendita un hombre de buena estatura, vestido con decorosa modestia, de negra barba, pelo rizoso, facciones de varonil belleza y edad como de cuarenta o cuarenta y cinco años. Al acercarme yo, le oí decir: «¿No me reconoce usted, Silvestra?». Y como ella dudara observándole, él prosiguió: «Soy primo de Delfina Gay, y en su casa nos hemos visto algunas veces, ¿no se acuerda? Mi nombre es Avelino Palomeque».

-¡Ah! ya, ya, Palomeque -dijo Silvestra   agradeciéndole con su más delicada sonrisa- ¿Es usted de aquí?

-No, señora; yo nací en Toledo. Pero estoy en Cuenca desde muy niño y en ella tengo mis negocios: dos fábricas de harinas y los molinos de San Antón.

Salimos los tres. El gaznápiro de Palomeque iba junto a Silvestra, dándole conversación, y a mí ni me saludó ni me hacía caso. Le pagaba yo este desaire con la moneda de mi desprecio. Mirándole bien recordé haberle visto en la casa de Delfina y en la tienda de ataúdes. Era un carlistón rabioso, fanático, muy cerrado de mollera. Al llegar a una calle, que luego supe se llamaba de Caballeros, tan pendiente que por ella había que andar a gatas, se paró el cerril carcunda y dijo estas palabras, volviendo su rostro hacia mí como para que yo me enterase bien:

«No pasarán dos días, y casi estoy por decir que no pasará ni uno, sin que entren en Cuenca las tropas del Ejército Real del Centro, mandadas por Sus Altezas los Serenísimos Infantes don Alfonso y doña María de las Nieves. Creo que no ha de hacer resistencia este pueblo donde hay pocos liberales, y esos pocos tontos de remate... Si usted teme el fuego y las balas, póngase en salvo hoy mismo, señora doña Silvestra. Puede usted refugiarse en mi casa, donde estará más segura que en ninguna parte. Soy viudo y vivo con mi madre, mi hermana y una hija mía de catorce años».

Luego seguimos bajando hasta la plaza de San Vicente. Palomeque invitó a Chilivistra a comer en su casa aquel día, anunciándole que iría a buscarla a la fonda. El basilisco, con no poca sorpresa mía, aceptó diciendo al carcunda que se arreglaría deprisa y corriendo para no faltar a la hora.

Solos otra vez Silvestra y yo, nos dirigimos a la fonda por la puerta que llaman del Postigo. Íbamos a escape, yo silencioso, ella punzándome con sus acres intemperancias. «Aprende, tonto -me dijo-. Ese caballero sí que es fino y galante. Tú, en cambio, eres un avefría y no sabes tratar con damas». Poco después de las doce llegó Palomeque a nuestro alojamiento. Silvestra, bien apañadita de ropa y pergeñada de lindos accesorios, sin omitir ninguno de los retoques de su bella faz, se fue con él, dejándome en una soledad deliciosa.

Cuando Ido no había vuelto de sus diligencias, me lancé solo por las calles de la ciudad baja, después de comer. Por un momento se me ocurrió volver a la Catedral para pedirle a San Julián que me concediera el inmenso favor de librarme para siempre de la fémina mortificante y tornadiza. Pero me detuvo el extraordinario movimiento que notaba en las calles: iban y venían hombres y mujeres en actitud de recelo y alarma. Acerqueme a un grupo y no tardé en conocer la causa de tal agitación. Del pueblo de La Cierva, distante unas cuatro leguas de Cuenca, había llegado una mujer con la noticia de que allí y en Pajarón estaban los carlistas: la   mar de batallones, con unos llamados zubabos que parecían fieras, y el don Alfonso y la doña Blanca. En otro grupo oí que de Palomera, distante sólo una legua, acababan de llegar emisarios que también anunciaban la presencia de las bárbaras legiones.

Antes de amanecer caería sobre Cuenca la turba desmandada, feroz y hambrienta, y se haría dueña de la ciudad riscosa si las peñas y los corazones no le oponían una brava defensa.

- XXIII -

Recluido en el cuarto de la fonda, pasé la noche muy agitado por el tumultuoso ruido que de la calle venía. Además, me inquietaba que Silvestra no hubiera vuelto a mi lado, no porque me hiciera falta su presencia, sino por el temor de que le hubiera ocurrido algún desavío. Al manso filósofo le esperé hasta la madrugada; mas tampoco vino a la mansión hospederil. Pensé que había encontrado a su hija, o que las diabólicas sacerdotisas venustas le retenían en sus nefandos cubículos. Al amanecer, las cornetas tocaron diana cerca y lejos, las unas en el interior de la ciudad, las otras en el campo, ocupado ya por los carlistas. Me asomé un momento a la ventana de mi cuarto, y vi en las crestas de los cerros humazo de fusilería. Poco después empezó el tiroteo en los términos cercanos.   Dijéronme que los sitiadores atacaban la Puerta del Castillo, y que ya eran dueños de un barrio del mismo nombre, situado extramuros de la ciudad.

Bajé al comedor, donde el patrón y otros que con él estaban me dieron noticias desconsoladoras. Las fuerzas que habían de defender a Cuenca eran harto débiles: cuatro compañías de la Reserva de Toledo, un escuadrón de Lanceros del Regimiento de España, otro de Carabineros, algunos Guardias civiles, y dos centenares de Voluntarios, gente por punto general poco aguerrida. Las fortificaciones se reducían a unas verjas de hierro, arrancadas de las iglesias para ponerlas en las entradas de la ciudad vieja, y a unos cuantos remiendos echados de cualquier manera en la vetusta muralla. Cuatro cañones con insuficiente servicio de artilleros eran las únicas piezas disponibles para tener a raya al enemigo.

El fuego siguió muy nutrido durante la mañana. Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se empeñaron en llevarme consigo. «Caballero -me dijo el fondista-, aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy malo. Véngase con nosotros. Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa y los efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos perderla... ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas hasta los tuétanos. Conque hágase cargo...».

Por el puente de la Puerta de Valencia me llevaron a un barrio de calles pinas, angostas y obscuras. Entramos en una casa de no sé cuántos pisos: la escalera no tenía fin. En un desván lleno de pobretería de ambos sexos hallé albergue que parecía seguro de las balas, mas no lo era de insectos y alimañas molestas. En aquel camaranchón traté inútilmente de conciliar el sueño. Pasada la infernal noche, decidí cambiar de alojamiento, y bajé a otros pisos donde encontré mejor compañía, personas amables que me dieron pan y vino para sostener mis fuerzas. Entre los allí refugiados había un chico de tipo gitanesco, vivaracho y más listo que el hambre, el cual salía y entraba a cada momento, trayéndome noticias de lo que ocurría.

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